Me he quedado sin amigas. Desconozco las argucias de las que se ha servido
el destino para dejarme sin pandilla pero el resultado es que amigas, lo que se
dice amigas, ya no tengo.
— Somos
tribu, querida. Y este concepto va mucho más allá de lo que imaginas— dijo una
de mis ex amigas favoritas.
— ¿Tribu? No
pienso salir a recolectar frutos rojos por el campo con un taparrabos y unas
trencitas.
— No hará
falta. Ese NO es el concepto— contestó enfatizando ese “no” que venía a
significar que no me enteraba de nada… otra vez.
Yo trataba de comprender aquella mutación que habíamos sufrido y de la que
no me había dado cuenta. ¿Una tribu? ¿Cómo la de Pocahontas?
— Bueno,
pero ¿puedo ser la gran jefa a la que agasajáis con gomibayas frescas para el
gintónic en señal de amor y devoción? ¿Y puedo poneros motes? Tú serás Gacela
bronceada; tú Siamesa humeante; tú Hierba consejera; tú…
— Verás
cielo, en esta tribu no hay jefas, no se necesitan. Somos tribu porque estamos
unidas en la crianza de nuestros hijos, aceptando que tú pidas cita con el
pediatra al primer moco de las herederas y que yo confíe más en el poder de la
arcilla verde que en un bote lleno de química. Somos tribu porque nos respetamos,
nos queremos, nos acompañamos. Compartimos la vida, el trabajo, las penas y las
alegrías. Somos unas, bastón de otras, y la voz de nuestras conciencias. Somos
amigas para reír y también para llorar. Y hasta para estar en silencio. Somos
tribu porque somos familia sin tener lazos de sangre— explicó mi Pocahontas
desteñida con todo el amor que le cabía en el pecho— ¿Lo entiendes ahora?
Ante tal alarde de amor
incondicional, no pude menos que ponerme el taparrabos y hacerme
trencitas en el pelo. Moralmente, claro.
— Sí quiero—
contesté emocionada— Y tú serás Shiva narradora— dije mirando a la última
de ellas que quedaba sin nombrar en la sesión de investidura.
— ¿Quién?
— ¿Quién
qué?
— Que quién
soy
— ¿Quién
eres de qué?
— ¿Que quién
dices que soy?
— Shiva narradora.
— ¿Quién es?
— ¿Quién es
quién?
— Yo
— Shiva
narradora. ¿Esto es algún rito de iniciación o algo? Querida ¡tú eres Shiva
narradora!
— ¡Que por
qué me llamas así!
— ¡Porque a
veces te pareces a él, al dios Shiva indio, el que tiene muchos brazos! Porque
haces mil cosas al día y podrías hacer mil más. Por eso. Y lo de “narradora”…
porque hablas mucho— dije con una amplia sonrisa para que no le cupiese ni la
más mínima duda de que aquello era una virtud y en ningún caso un defecto.
— Me gusta—
dijo al fin guiñándome un ojo.
— De todos
modos, me queda una pregunta; en esto de compartir… los maridos… cada una el
suyo ¿no?
Como única respuesta, todas pusieron los ojos en blanco a la vez. Un
espectáculo digno de verse, pero ya estaba claro: somos las Spice girl de la crianza.
Totalmente poseída por la avalancha de amor que acababa de recibir, me
dispuse a hacer propósitos de tribu nueva y, como primera medida cautelar, se
me ocurrió pasar una tarde todas juntas en la tienda encantada, aquella que
rebosaba misterio para mí y cuyas puertas nunca había cruzado: el Decatlhon. ¡Y
ese solo sería el primer paso! La gran sorpresa vendría después. Por fin
haríamos algo juntas y sin herederos colgados del cuello. Un ratito para
relajarnos y hacer glúteos porque… iba a
apuntarnos a todas al gimnasio. Así me las gasto yo; una tribu unida y
en forma, jamás será vencida.
Y allí que fuimos las seis tribalistas cargadas con diez churumbeles
tribales dispuestas a arrasar con los calentadores y las cintas a juego para la
cabeza. Después de la sorpresa inicial por verme a mí, la reina de los fogones,
y a las herederas, las infantas comodonas, emocionadas ante la idea de equipar
a mamá con prendas deportivas, entramos en la tienda dispuestas a conseguir las
gangas del siglo deportivo y a no perder ningún niño.
Crucé aquella puerta nerviosa y llena de curiosidad pues, a mis treinta y
seis años, iba a convertirme en una gran deportista sana como una manzana.
Adiós a la vida sedentaria; adiós a los ascensores; adiós a no pagar un
gimnasio para no ir. Adiós brazos blanditos. Adiós.
¡Qué barbaridad! ¡Qué cantidad de deportes que no sabía ni que existían!
¡Cuantísimo modelo de zapatilla hipersónica de colores fosforitos! ¿Y ahora
qué? ¿Cuál elijo? ¿En base a qué? ¿Por qué no nos he apuntado a un curso de
cocina? ¿Por qué?
— Señorita,
perdone— dije dirigiéndome a la dependienta menos esbelta que encontré,
esperanzada de que entre tanto cuerpazo deportivo, alguien pudiera entenderme—
¿podría ayudarme?
— Claro,
dígame.
— Verá,
estoy buscando unas zapatillas de deporte para mí.
— ¿Para qué?
— ¿Para qué
qué?
— Las
zapatillas ¿para qué son?
— Para hacer
deporte.
— Ya, pero
¿para qué?
— ¿Para qué qué?
— Las
zapatillas
— Para hacer
deporte, señorita — le contesté por enésima vez, cuando ya estábamos empezando
a parecernos a aquel matrimonio de Barrio Sésamo que cantaba lo de “Pues
arregla el cubo, tío Pepe, tío Pepe; pues arregla el cubo, tío Pepe, tío Pepe;
arréglalo”.
—Las quiere
para el gimnasio; unas de running le irán bien. Son las de esta fila ¿verdad?—
dijo mi Gacela bronceada, saliendo en mi defensa, adalid de los principios de
esta nuestra tribu, de acompañar, comprender y evitar que me dé una migraña
ante un bucle lingüístico cualquiera.
Guiándome como quien guía a un ciego en medio del tráfico en la India, me
llevó de la mano ante una inmensa estantería que me recordó claramente a
mis apuntes de la carrera, todos llenos de rosas, amarillos, naranjas, verdes
chillones.
— ¿Tengo que
elegir una? ¿De aquí?— dije con el miedo reflejado en mi rostro. ¡Curso de
cocina, curso de cocina, maldita sea!
— Mira,
estas son discretas— dijo Gacela sosteniendo aquellos objetos teñidos de un
rosa chicle tremendamente discreto para lo que allí había— Señorita ¿nos puede
sacar un cuarenta y uno de este modelo, por favor?
— Lo siento
pero no se fabrica en un número tan grande. Prácticamente ningún modelo de
running femenino llega a ese número. Tendrá que mirar en calzado de caballero—
contestó aquella hija del demonio, Moriarty de apellido seguramente.
— ¿Perdooooona?
¿Un número tan grande? Mira bonita, mis pies son perfectamente normales para la
estatura que tengo, es más, son hasta pequeños comparados con las orejas que te
adornan la cabe…
— Gracias,
miraremos en caballero— dijo Gacela presurosa metiéndome un chicle gigante en
la boca.
Me senté derrotada en la primera bicicleta estática que encontré y dejé que
mi equipo de personal shoppers
deportivas encontrara las malditas deportivas masculinas, sudaderas, pantalones
elásticos marcarrollitos y hasta calcetines para mí. Las herederas me
acompañaban sentadas una en cada pierna, representando sin querer, la santísima
trinidad antideportiva de aquel santuario de músculos y abdominales marcadas.
Ellas iban y venían poniéndome ropa por encima para comprobar de un vistazo
la talla; los niños, todos, terminaron a alrededor derrotados y yo, por un
momento, creí llamarme Torrebruno. Menos mal que mi Siamesa humeante vino rauda
al rescate y ocupó la estática del al lado para darme consuelo y conversación.
— Así que
nos hemos apuntado al gimnasio...—dijo aguantándose una carcajada— ¿Y sabes ya
a qué te vas a apuntar?
— Al
gimnasio ¿no? ¿Es que hay subgimnasios o gimnasitos dentro del gimnasio? Qué te
voy a decir, ¿qué te parece apuntarnos a un taller de cocina oriental?
— Pues a
ver, cari, puedes ir a hacer máquinas, cardio, pilates, aerobic, crosf...
— Shhhh—
dije sin dejarla terminar su lista de los deportes godos— ¿escuchas eso?
De algún lugar venía, como un soplo de aire fresco, una sintonía conocida,
un ritmo que me agarró por la solapa y me levantó de aquella antítesis de
bicicleta para ponerme a buscar, como perro trufero, el lugar del que provenían
las notas llenitas de movimiento. Recorrí los pasillos con los ojos cerrados
dejándome guiar por la música y por Siamesa humeante, que iba evitando que me
chocara contra los estantes y muriera atravesada por una caña de pescar en
oferta. Cada paso que daba hacía subir el volumen de aquella canción; un paso
más "Bolivia viene llegando, Brasil ya está en camino"; y otro más
" El mundo se está sumando, a la gente de los latinos"; y por último,
giré la esquina... "¡Y se formó la gozadera!". Delante de mí un dios
del ébano de ojos profundos y sonrisa perenne, se contoneaba como una serpiente
del Amazonas al ritmo de aquella música. Delante de él, unas veinte mujeres se
deshidrataban intentando copiar sus movimientos a la vez que procuraban
cerrar la boca y dejar de babear como un lactante.
— Venga cari, únete— dijo Siamesa dándome un
codazo persuasivo.
Pero no lo necesité. Aquello me gustaba, un deporte que me atraía por fin
¡por fin! Me hice con un hueco a mi medida y disfruté como una niña bailonga
con zapatos nuevos. Las herederas se unieron, mis tribalistas se unieron, sus
niños también y sin necesidad de gimnasio ni juguetes caros, logramos pasar un
rato del que disfrutamos mayores y niños, todos juntos, como la familia que
éramos en realidad.
— ¿Cómo
dices que se llama esto?— pregunté a Hierba consejera.
— Bailar—
contestó ella. Y su sonrisa en la cara me lo dijo todo.
Aquello era bailar, pasar momentos juntas, acompañarnos, cuidar de nuestros
niños, reír, apoyarnos en las decisiones que tomamos, querer unir, querer, a
secas.
— Esto,
querida, se llama tribu— contesté orgullosa.
A mis brujas,
con todo el cariño.