martes, 10 de mayo de 2016

El admirador secreto


A mí se me da fatal hacerme la misteriosa. Es una característica personal de la que no he podido deshacerme nunca. Y mira que me encantaría; eso de darme dramatismo, envolverme en un halo de misticismo y dejar a todos hirviendo en deseos de saber más de mí, preguntándose unos a otros "¿y esta mujer tan arrebatadora y misteriosa, quién es? ¿qué perfume es ese que utiliza y que anula todos mis sentidos pero por lo bien que huele, no porque utilice como ingrediente principal el pachuli añejo?" Pero no; si puedo, a los dos minutos de conocerme, ya sabe hasta el apuntador a qué edad me dieron el primer beso y qué número de pie calzo. 
Y por este motivo y no otro, la conversación de esta mañana con mis amigas, vía whatsapp, ha sido la siguiente:
Yo. 10:31 a.m. Esta tarde café, os tengo que contar algo que... (emoticono con dos ojos sin boca, emoticono de dos ojos con boca, emoticono con ojos de corazón, emoticono de oveja al que le he dado sin querer).
Yo. 10:31 a.m. Decidme sitio. Es que no os lo vais a creer. (Cinco emoticonos llorando de risa. No era para tanto, pero ser exagerada también es una característica personal de que la no podré desprenderme ni en cinco billones de años). 
Yo. 10:32 a.m. En mi casa a las cinco. Haré bizcochitos de limón y brindaremos con champán. Jijijijiji.
Yo. 10:33 a.m. ¿Hola? ¿Por qué no contestáis, malditas? Lo habéis leído, he visto el doble steak verde gusanito. Pues ya no os lo cuento. (Emoticono rojo enfadadísimo. Lo pongo diez veces, para enfatizar el cabreo que me produce que me ignoren abiertamente).
Yo. 10:34 a.m. Venga, os lo digo, pero esta tarde y así os lo cuento todo con detalles a la máxima resolución. A las cinco en mi casa y, como quien calla otorga, si no contestáis entenderé que la respuesta es afirmativa y que no aguantáis los nervios por saber lo que ha pasado. 
Yo. 10:35 a.m. ¿Si no contestáis es que sí?
Yo. 10:35 a.m. ¿Ha ocurrido al fin? Lo de la invasión zombi, digo. 
Yo. 10:40 a.m. Tengo un admirador. Os habéis quedado sin bizcochitos de limón.
Atila reina de los hunos. 10:40 a.m. jajajajaja. Record mundial. Nueve minutos has tardado en saltar prenda. Luego nos vemos en tu casa para la versión extendida. Besos, Lady Misterios.
Maléfica. 10:41 a.m. jajajaja. ¡Brindemos por esos nueve minutos! Al fin y al cabo, es algo que solo pasa una vez en la vida.
Lady Tremaine. 10:42 a.m. Chin chin. Luego nos vemos y brindaremos por ese misterioso admirador con bizcochitos de limón jijiji.
Yo. 10:42 a.m. Los bizcochitos de limón los haré con yogurt caducado. Es el precio que habréis de pagar por tanta maldad, queridas brujas.
Tomasa de Torquemada. 10:42 a.m. Por mí ok al bizcocho caducado, a ver si me entra un virus estomacal y libero a los cinco kilos que mi barriga ha tomado de rehén este invierno. Ciao ciao, bellas.
Para terminar, les envío un emoticono con un corazón palpitando porque son unas brujas pero ante todo, son mis brujas.
Efectivamente, no puedo callármelo por más tiempo: tengo un admirador. Esta mañana, cuando llegué a la redacción y vi aquel ramo gigante de peonías blancas, tan perfectas, tan suaves, tan magníficas, supe al instante que eran para mí, la embajadora oficial de la peonía blanca en España. Pero aunque lo sabía, lógicamente me haría la sorprendida como lo hicieron los padres de Almodóvar el día que salió del armario. Pasé delante de ellas, dejé caer un elegante "qué preciosas peonías" como lo hubiera dejado caer Isabel (la madre de Enrique, la ex de Julio, la viuda de Miguel,  la actual de Mario) y me dirigí hacia mi mesa esperando un "son para ti, querida" que nunca llegó. Encendí el ordenador y dispuse la pantalla de manera que me permitiera otear el paisaje y controlar mis peonías sin  que pareciera que oteaba el paisaje y controlaba mis peonías. Allí seguían, sin nadie que las abrazara, solas en medio de una redacción llena de gente que no las valoraba, que no se acercaba a oler su exquisito aroma, ni a admirarlas de cerca, ni a nada. 
Pasé los cuatro minutos más largos de mi vida (si obviamos los cuatro primeros del Test de Cooper que nunca llegué a terminar) llena de intriga, de nervios, de emoción y de ganas de hacer pis; y no aguanté más. Me levanté y me dirigí hacia donde mi insisto me guiaba: la tarjeta de aquel ramo de maravillas. Cuando la tuve por fin en mi mano, cuando por fin la alcancé porque estaba bastante escondida entre los tallos de las flores, me debatí en aquel preciso instante entre lo que debía hacer y lo que en realidad quería hacer. ¿Por qué? ¿Por qué se me presentan estas dicotomías inhumanas cuando estoy a punto de desvelar el secreto de la fórmula de la Coca-Cola, de quién mató a Kennedy, del puente viejo? ¿Por qué mi cuerpo me boicoteaba de aquella manera? ¿Por qué no hice pis al salir de casa? ¿Por qué? ¿Por qué?
Corrí rauda al baño antes de que las compuertas de mi vejiga (antaño fuertes y robustas, capaces de aguantar hora y cuarto de cola en el servicio de una caseta; ahora débiles y sensibles incluso a una inocente carcajada) se abrieran en medio de la redacción y se llevaran mi dignidad con el torrente de la micción. Evacué a la velocidad del rayo y volví a la de la luz junto a mis delicadas florecillas decidida a leer de una maldita vez aquella tarjeta que había sido capaz de hacerme olvidar incluso, que tendría que haberme subido la bragueta del pantalón antes de salir del baño. A la mierda la elegancia. 
— El pajarito
— ¿Perdona?
— Se te ve el pajarito, Pandora impaciente— dijo mi jefe convencido totalmente de lo gracioso, ocurrente y divertido que era. Cualidades todas, de las que carecía.
Contesté con un gruñido.
— Cógelas de una vez, son para ti, Pandora floreada— dijo cada vez más venido arriba con eso de ser la juerga padre.
Extendí las manos con toda la suavidad y parsimonia que pude reunir en aquel momento, bastante poca por cierto, habida cuenta de que en menos de un nanosegundo estaba sentada en mi mesa contemplando mis flores, regodeándome en aquella sensación sublime del instante previo, del momento antes de saber quién era en realidad mi admirador peonizado.
Al fin, medio minuto después, hartita de tanto momento sublime y de tanto hacerme la interesante delante de unos compañeros que por cierto, ni me miraban, abrí aquel pequeño sobrecito que contenía la respuesta acertada.
Mentiría si dijera que no pensé por un momento en que pudieran ser de Querido. De hecho, ya lo hizo una vez, dos para ser justa; una por cada niña parida después de ocho meses de hincharme como una pelota de Pilates, de acumular estrías, de ensancharme las caderas, de soportar contracciones. Esta vez no había cruzado el desierto con un forro polar ni escalado los siete ochomiles en tacones ni había realizado ninguna otra proeza digna de un ramo de flores, de modo que no, Querido no había sido.
Cogí mi cortaplumas de plata con mis iniciales grabadas, regalo de mi padrino el día que me gradué en la facultad y que no había tenido ocasión de estrenar gracias a la invención del correo electrónico, y decidida, al fin, abrí.

" Más que una redactora,
eres para mí
una salvadora,
Pandora.
De tu admirador,
que te adora."

Me quedé muerta cerebralmente, demasiada información recopilada en el peor poema de la historia. Mis neuronas no acertaron a descifrarla y como dice Debo, la becaria, petaron.
Pero ¡qué demonios¡ ¡tenía un admirador! ¿Y qué si rimaba a nivel de primero de primaria? ¿Y qué si abusaba de la rima consonante? ¡Salvadora! !Adorada! ¡Admirada! ¡Qué venga a mí la Filarmónica de Viena y entone sus dulces acordes para mi proclamación como diosa del Olimpo!¡Qué preparen sus lienzos los artistas! ¡Qué cocinen dulce ambrosía los jueces de MasterChef! ¡Qué agachen sus cabezas los mortales a mi paso! ¡Qué resucite Garcilaso y reescriba su Égloga I porque ha nacido una nueva Galatea!
Creo que nunca en mi vida había recibido una inyección de moral tan grande como este ramo de peonías. Y claro, llamé a mi madre.
— Mami, adivina a cuál de tus hijas le ha salido un admirador secreto.
— Hija, pues no sé ¿a tu hermana pequeña?
— No mamá.
— ¿A tu hermana mayor?
— No mamá.
— Es a una de mis hijas dices ¿no?
—A mí, mamá, a mí. 
— Pero hija, ¿por qué no me lo dices desde el principio? Si me dices que a cuál de mis hijas, imagino que a ti no es porque entonces me hubieras dicho que era a ti y no me hubieras preguntado que a cuál de tus hermanas, hija, qué retorcida eres a veces.
— Vale mamá. A ver ahora: mamá me ha salido un admirador secreto.
— ¿Y entonces ninguna de tus hermanas tiene un admirador? Uy, pues se van a enfadar. Yo siempre compraba lo mismo para las tres, que luego lo que tiene una lo quieren las otras y ya tenemos disgusto. 
— Es verdad. Voy a buscarles uno a cada una en Wallapop. Luego te llamo.
— Vale hija. ¿El ualapó ese está muy lejos? Si quieres voy contigo.
— No mami, aquí al lado. Te quiero. Besitos. Ciao.

No hay nada como llamar a una madre para ponerte los pies en el suelo otra vez. Adiós Olimpo, adiós.

Puntuales como un reloj suizo llegaron mis amigas a casa, atraídas sin duda por el olor a bizcocho de limón que perfumaba toda la comunidad autónoma. Se quedaron extasiadas al entrar, o intoxicadas directamente entre el olor del bizcocho, las peonías, y el nuevo limpia juntas desincrustante fuerza letal fórmula renovada aún más letal, que acababa de utilizar para tener el baño reluciente, que todas hemos parido y tenemos las compuertas sensibles. ¡Malditos ejercicios de Kégel que nunca hice!
Fuera por el efecto del desincrustante, fuera por la belleza majestuosa y delicada a la vez de mis turgentes peonías, ninguna de ellas era capaz de avanzar hacia el sillón donde tenía pensado contarles todo el episodio de la oficina, bragueta delatora incluida; pero como no se movían, tuve que improvisar un discurso rápido bajo el vano de la puerta de la cocina a modo de templete de San Pietro in Montorio:
— Pues sí, queridas: tengo un admirador. Y escribe poemas ensalzando mis virtudes, agradeciendo mi ayuda, proclamando su adoración por mí. 
— ¿Y no habrá sido Querido, cari? 
— No, cari, no ha sido Querido. Él es bastante más práctico, ya sabes, más de darme una tarjeta regalo y dejarme triscar en El Corte Inglés, feliz como una cabritilla en los Alpes.
— ¿Y tu jefe?
Emito un gruñido por respuesta.
— ¿Tu madre?
— ¿Tus hijas?
— ¿Tu abuela?
— Pero bueno, malas pécoras ¿tan difícil es de creer que tenga un admirador secreto? ¿Tan imposible os parece que alguien se haya sentido atraído por mi sentido del humor, por mi inteligencia, por mi foto de perfil de Facebook seleccionada minuciosamente entre diez mil fotografías de toda una vida?
Un no tan largo como falso se les quedó atascado en la garganta. Y cuando consiguieron reiniciarse, se fueron derechitas al sillón a comerse el bizcocho sin mirarme siquiera.
También es verdad que a mí me resultaba bastante difícil de creer, sobre todo porque llevo años aceptando que lo mejor de mí está en alguna parte debajo de este cuerpito maltrecho que mi madre me regaló, con herencia de taras incluidas. Bueno, y en mi pelo. Ese sí que vale. Tendría que llevarlo a algún museo de pelos a que lo expusieran con un gran foco apuntando a las puntas: ni una abierta. Sería admirado por miles de alopécicos que acudirían en autobuses a comprobar que aquella maravilla del Mundo era real. Claro que igual mi admirador se ha enamorado de mi pelo; lo mismo es un fetichista de los cabellos sanos, brillantes y moldeables y las peonías en realidad las envía para que me haga una corona de flores para la boda de mi cuñado. O tal vez podría infusionarlas, aclararme el cabello con ellas y dejarlo secar al viento invadiendo mi barrio de un perfume embriagador a cada golpe de melena. O tal vez...
— Cari ¿puedes venir?
Era Querido, plantado como un seto frente a mis peonías. Derecho como un junco. 
— Pero Querido, no te hagas el interesante. ¡Sé que son tuyas! ¿Quién iba a enviarme flores? ¿Un admirador secreto? — y reí a carcajadas sintiéndome una actriz en blanco y negro.
Entonces Querido sonrió, me besó dulcemente en los labios y me dijo al oído:
— Me encantan esos ojillos que se te ponen cuando te sientes guapa.
Y entonces empecé a atar cabos: uno de mis lectores, que sabe de mi gusto por las peonías blancas, que me adora, al que salvo (¿alimentar a diario cuenta como salvar?), que quiere verme feliz... ¡te tengo, mi Salicio! oh, mi dulce enamorado.
Nunca desvelé el nombre de mi admirador secreto; nunca supo nadie la identidad de mi poeta frustrado, ni siquiera reconocí ante mi madre que había sido él.
Así soy yo; una afortunada mujer misteriosa.