Imagino
que esto de las vacaciones soñadas va con la edad; a los dieciocho años
te imaginas bailando como una loca en medio de la cala ibicenca donde Borja y
Rodri han organizado la fiesta del verano, todo a base de alcohol (y quicos
para compensar) aunque en tu visión adolescente la ingesta masiva de loquesea
con coca cola no te afecte más que para resultar increíblemente bella y
atractiva. Diez años después, la visión del idílico periodo estival puede
continuar desarrollándose en la misma cala, incluso Borja y Rodri podrían
seguir actuando de perfectos anfitriones pero tú ya no te reconoces en aquella
joven e inmadura cosaca bailonga; ahora mantienes conversaciones coherentes,
eres capaz de alargar el tiempo entre copa y copa, tienes algo de dinero para
lucir un exclusivo y favorecedor biquini con falda boho que te hace ser la más estilosa y atractiva de la fiesta. Como
digo, esto son visiones idílicas de las vacaciones idílicas que se puede
imaginar una persona idílicamente, por lo tanto, es perfectamente legítimo que
yo me viera mentalmente estupenda con la falda boho y el biquini favorecedor aunque en la vida real me quedara
igual de bien que a Falete.
Pero
aparecen los treinta... y uno, dos, cinco, seis... las bodas, los niños... los
préstamos, las hipotecas... el trabajo en casa o en la calle... la rutina... y
llega un día en que sin saber cómo ni por qué, la cala ibicenca ya no te parece
tan buena idea. Al fin y al cabo allí las jovencitas con medios biquinis
favorecedores, sin faldas boho ni boha, ni abundan ni se las espera de ninguna
manera. No, no y no. Y aquello de ir con tu bañador con refuerzo en la zona de
la tripa, tus estrías y tus cosas puestas como se ha podido después de los
embarazos, cargada con sombrilla, nevera, manguitos, flotadores, cubos,
rastrillos, moldes de ositos, zapatos, flanes y todo lo que se le ha ido
ocurriendo a Imaginarium fabricar
este verano, quieras que no, te coloca en cierta desventaja con la rubia del
tanga, monitora de zumba y yoga, que saluda al sol cuando llega a la playa
dándole el culo a tu marido, al que adivinas con los ojos como Marujita Díaz
detrás de los cristales polarizados.
El
caso es que Ibiza, de momento, ha dejado de ser mi destino soñado.
— Cari, no hay mejor madre ni esposa en el
mundo que tú y por eso nos vamos a ir las niñas y yo a buscar las vacaciones
perfectas para ti. Tú siéntate y relájate que nosotros nos encargamos — me dijo
Querido mientras bailábamos al son de alguna música que escuchaba él pero yo
no.
Le miré extrañada, confusa, intentando zafarme de él como
podía porque tenía la plancha puesta y las herederas estaban jugando a la selva
tropical, imaginando que el cable que colgaba de la tabla era una pitón que
quería comer guacamol, que es como llaman cariñosamente al guacamole mis niñas.
He de decir que una vez hube puesto fuera de peligro mortal a mis pequeñas Livingstone
y Stanley, me invadió un temor que en absoluto era desconocido para mí: ellos
iban a elegir ¡sin mí! Reconozco que delego mal, muy mal, pésimamente mal.
Directamente diría que no delego pero tengo una razón de peso y muy importante:
yo nunca me equivoco. Por algún capricho de los hados, la Naturaleza me ha
dotado de una capacidad única y perfecta para decidir y ejecutar a la
perfección todo aquello que decido y ejecuto a la perfección. Esto no significa
más que, si nos tocaran diez mil euros en algún rasca y gana o nos decidiéramos
a vender todo lo que tenemos en casa de las Frousen, no dudaría en
decirle a Querido:
— Cari, mueve los dividendos
adecuadamente y con astucia felina y hazte con un buen puñado de millones de
dólares, baby.
Y
lo dejaría con sus gafas frente al New
York Times, los índices bursátiles y sus manuales de inversiones para dummies y yo me retiraría a mi sillón
reclinable a ver el cápitulo de Sexo en
Nueva York en el que Carrie toca la campanilla en la bolsa neoyorquina y punto. ¿Por qué? Muy sencillo: yo no tengo
ni la más mínima idea de bolsa. Así que como no domino, no actúo. Peeeero, si
estamos hablando de la ropa que necesitan las niñas para la vuelta al cole, de
cómo se hace una lubina a la sal o si este mueble va mejor aquí que allí, no
admito más actuaciones que la mía. ¿Por qué? Muy sencillo: es la mejor.
Pero
no me dieron más opciones: decidirían ellos. Tragué saliva y continué con mi
plancha (actividad en la que no tendría problema en delegar ya que admito la
absoluta falta de profesionalidad y motivación con que me enfrento a esta tarea
doméstica).
Finalmente,
después de dos tediosas horas quitando arrugas de las infinitas camisas de mi
(en ese momento no tan querido) Querido, llegaron los tres a casa, adornados
con inmensas sonrisas y chispitas en los ojos. La primogénita portaba en sus
manitas el sobre con el veredicto y la pequeña un panfleto gigante con una Elsa
también gigante que me teletransportó, en medio segundo, a un coqueto hotelito
parisino, con sus cortinas de fino encaje tras las que ver cada noche la Torre
Eiffel, con nuestra copita de vino y nuestro trozo de queso gruyere, charlando
bajito mientras las pequeñas dormían; o a un café a orillas del Sena, o a
un día (y no más) en EuroDisney... Volví inmediatamente teletransportada ante la
insistencia de Querido para que abriera el sobre cuanto antes. Sabe que mi
cabeza fabrica imágenes idílicas con mucha facilidad y sabe también que es
importante atajarlas de inmediato. Así soy yo: una idealista inconformista de
la vida.
Cogí
el sobre y lo abrí. Destino: a siete horas en coche. Régimen: a la mierda
porque era un todo incluido. Fecha de salida de casa: en tres días.
Bieeeeeeeeeeeeen. Ya lo tenía todo planchado, tan solo era cuestión de que
aguantaran tres días con las misma ropa porque no pensaba volver a enchufar la
maldita pitón que quería comer guacamol. Tres días y una semana sin planchar.
Habían acertado: eran mis vacaciones soñadas.
Y
llegó el día:
Salimos
de casa tan solo tres horas después de la estimada con lo que, cuando quisimos
parar a desayunar, nos ofrecieron muy amablemente un chatito de vino y un
pincho de tortilla porque a esas horas las máquinas de cafés dejan de funcionar
aquí y en Pekín.
Siete
horas después escuchamos las esperadas palabras: "Destino. En. Un.
Kilómetros. A. Su. Derecha." Las niñas han bajado del coche lobotomizadas
perdidas con la sesión triple de Campanilla
y el tesoro; y los piratas; y el secreto de las hadas; y un Cantajuegos completo que yo por fin
había logrado borrar de mi memoria hasta ese momento.
Bajamos
del coche los cinco y todas las maletas y derechitos nos dirigimos hacia la
recepción del hotel, mirando hacia arriba y hacia abajo, admirando cada detalle
que es lo que se suele hacer en estos casos cuando eres turista. Después de
veinte minutos de cola, intentado hacer un tetris con las maletas y sujetando a
las niñas por las camisetas, nos tocó el turno.
—Hola buenas tardes.
—Hola buenas tardes ¿me permite
la documentación?
—Por supuesto. Venimos en
régimen de todo incluido, como verá en ella.
—Estupendo señora. Pero este no
es su hotel. El suyo es el que está justo delante, a cinco minutos andando.
—Ah, muy bien. Je je. Je. Je.
— Je je je.
— Je je.
—No es la primera vez que pasa.
Los hoteles se llaman prácticamente igual. Je je.
—Je je. Y si no es la primera
vez que pasa ¿¿¿¿¿¿¿a nadie se le ha ocurrido cambiarle el maldito
puto nombre al jodido hotel de las narices???????
¿¿¿¿je????
Y
así comenzaron nuestras vacaciones. Vuelta al coche los cinco y las maletas,
vuelta a montar en el coche las maletas y a nosotros mismos, arrancar el coche,
andar medio kilómetro, aparcar el coche, sacar las maletas, sacar niñas, nosotros
primero... y de nuevo cola en recepción. Pero esta vez sí, era nuestro hotel.
Un hotel inmenso, en primera línea de playa, con tres piscinas y una camarera
de pisos para mí solita. El paraíso.
Nos
entregaron nuestra llave, bienvenidos y buena estancia, bla bla, me permite su
brazo señora, yo que lo alargo pensando en que un buen apretón de manos nunca
viene mal, la recepcionista que me hace la cobra con su mano y que, sin previo
aviso, chas, me engalana la muñeca con una pulserita de plástico azul, sonríe
aguantando una carcajada, se da media vuelta y me deja ahí, con el plástico que
me identificaba desde ese momento, como clienta de raza superior. Desde aquel
instante el mundo se dividió en dos: los que teníamos pulserita y los que no. Y
esa mano, la que portaba orgullosa la marca real, era mirada y admirada por
todos antes de servirte un vaso de agua. A partir de entonces, esa y solo esa,
sería la mano utilizada para colocarte el flequillo, para llamar al camarero a
tu mesa, para saludar por el pasillo a todo ser viviente con el que te
cruzaras. El poder estaba en mi mano.
Así
sí, sin cocinar, ni lavar, ni planchar. Tenía que reconocerlo: habían acertado
de lleno por una vez como siempre. De modo que me relajé y dispuse mi mente
para disfrutar de estas merecidas vacaciones.
Una
vez deshechas las maletas, nos animamos a recorrer el hotel, mirando hacia
arriba y hacia abajo como ya he dicho que se hace en estos casos. Las niñas
salieron corriendo en cuando atisbaron la piscina y yo respiré aliviada al ver
que volvían a la vida activa. Y corriendo detrás de ellas, nos dimos de bruces
con lo que es en realidad un hotel de vacaciones familiares: niños, niños y más
niños. Tres piscinas infestadas de niños. Más grandes, más pequeños, con
manguitos tamaño normal o extra protección con doble cámara y espacio para
albergar una canoa en cada manguito; niños tirándose en bomba, de barriga, de
tropezón en el bordillo; niños hiperprotegidos por sus dos padres y los cuatro abuelos
y niños desprovistos totalmente de la vigilancia de algún familiar
cercano.
Propuse
ir a la piscinita de chapoteo porque, a priori, me pareció la menos poblada
pero a medida que me fui acercando, comprendí que aquello era un auténtico
cocedero de pipís de bebés mezclados con efluvios de padres que deciden meterse
en la minúscula piscina, estirados todo lo que pueden, para estar a gusto en
remojo mientras su bebé chapotea y orina a su antojo. De modo que cambié de
opinión (cosa que no me gusta nada hacer) y propuse la piscina mediana, ya que
a pesar de ser grande, no cubría a las herederas más arriba de la
cintura. Entramos de puntillas prácticamente y nos quedamos quietos en el
primer hueco que vimos. Después de tres minutos en la misma posición porque era
imposible cambiarla, las niñas empezaron a aburrirse y quisieron ir a las
tumbonas. Dimos gracias al cielo, salimos del charco y nos tumbamos los cuatro
a tomar el sol en familia, que es algo que no habíamos hecho nunca y que une
mucho, cuando de repente caímos en la cuenta: ¡teníamos pulsera!
—Cari, vete al chiringuito y tráete
cuatro de lo que sea. Y para vosotros lo que queráis, que yo invito— me dijo
Querido con su fino humor inglés.
Me
puse nerviosa al llegar a la barra ¡había tanto sobre lo que decidir! ¿Querría
cervecita o vino? ¿Helado o granizado? ¿Refresco o me daba directamente al
gintónic? ¿Patatas Lais o Doritos?
—Me pone cuatro helados de
chocolate, cinco cervezas, dos vinos blancos, una coca cola zero, un ron con
limón, un gintónic con cardamomos y otro con moras silvestres.
Y
la magia se hizo. Todo lo que había pedido tomó forma delante de mí (menos los
cardamomos y las moras silvestres, menos mal que siempre tengo en el bolso).
Poco a poco, conseguí transportarlo todo a las tumbonas, a donde llegaba como
una heroína local, toda henchida por el triunfo obtenido, feliz por el reino
conquistado y medio borracha ya por las cuatro cervezas que me bebí en la barra
para no tener que cargar con ellas.
Querido
estaba feliz, las herederas estaban felices, yo estaba feliz (y borracha); los
cuatro relajados dejándonos acariciar por los últimos rayos de sol del día. No
había prisa, ni relojes, ni tenía que pensar en qué hacer de cena esa noche.
Cerré los ojos intentando ignorar las voces, gritos y llantos de los
setecientos niños que pululaban a mi alrededor, intentando pensar en Audrey Hepburn
y su “Moon river, wider than a mile I'm crossin' you in style some day” pero
cuanto más me concentraba en ella, con más fuerza aparecía en mi mente algo así
como “Yo la conocí en un taxi, de camino al uuuuuuu”. ¿Pero qué era aquello?
¿Reaguetón? ¿En mi cabeza? ¿Pero cómo? ¡si no salgo de marcha desde que Franco
era corneta! Y otra vez “Yo la conocí en un taxi, de camino al uuuuuuuuuu”.
Asustada abrí los ojos con la intención de preguntarle a querido si sabía por
casualidad si yo había vuelto a ser sonámbula y me escapaba de noche a bailar
reaguetón sin tener conciencia de ello como buena sonámbula que era pero, antes
de que pudiera siquiera mirarlo, me encontré de frente con dos bafles gigantes,
la piscina hasta arriba de señoras de mi edad, década arriba, década abajo y
una monitora con un minitop y unos minishorts haciendo movimientos rítmicos
según marcaba el del “taxi, de camino al uuuuuuuuuuu”. Al momento tenía a otros
dos animadores dándome golpecitos en el hombro diciéndome “señora, señora ¿no
se anima? ¡Sesión de acuagym!” ¿Señoooooooora? ¿Señooooora yo? ¡Ahora verás,
niñato! Y a la piscina que me tiré. A codazo limpio logré hacerme un hueco en
la primera fila para no perderme ni un paso y, como si me hubiera poseído una
versión de mí veinte años más joven, comencé a moverme como pez en agua. Brazo
arriba, brazo abajo, culo para fuera, movimiento pélvico indecoroso, un, dos,
tres, yo la conocí en un taxi, de camino al uuuuuuuuuuuuuuuuuuu, vamos,
señoras, pecho fuera, un, dos, tres, en un taxi ¡vamos, vamos, vamos! ¡Chúpate
esa, niñato! Las niñas quisieron entrar a bailar con mamá pero se lo impedí con
mi clásica mirada agresiva de impedir cosas. Los tres se sentaron en el
bordillo a esperar que mamá desfogara. Un, dos, tres, en un taxi, cadera aquí,
cadera allí, palmada, rodilla al cielo, de camino al uuuuuuuu, bañador al
ombligo por no ponerme los tirantes, a la mierda, estoy en Ibiza, tengo
dieciocho años otra vez, vamoooooooooos! Pero entonces fue Querido el que se
hizo con la primera fila a base de codazos, me cogió por donde pudo y me subió
de un tirón el bañador. A mí me dio un ataque de risa, a las niñas otro y él
simplemente, ni sonrió.
—Estás mayor— le dije en el
ascensor camino de la habitación.
Me
tumbé en la cama y me quedé dormida cinco minutos o treinta. Cuando abrí el
ojo, niñas y marido estaban duchados y arreglados para ir a cenar.
—Mamá, luego hay ¡un espestáculo!— me chilló la heredera
pequeña al oído.
— ¿Luego? ¿Pero cuánto va a
durar el día de hoy?— dije con mi voz de resaca de cuatro cervezas.
— Vístete, entera, y te
esperamos en el restaurante, que luego se llena— me dijo Querido con su fina
ironía inglesa.
Obedecí,
me duché y arreglé en un periquete, me puse los tacones y en quince minutos o
cuarenta estaba en la mesa, sentadita y esperando al camarero.
— Es buffet, querida. Tienes que
levantarte y servirte lo que quieras— me dijo Querido ilustrándome como
siempre.
— ¿Levantarme? ¿Con los tacones?
¿A coger platos con comida? ¿Con los tacones?— dije yo mirándome mis preciosas
sandalias nuevas de quince centímetros de tacón (¿Quién es la señora ahora, eh,
niñato?)
Me
levanté a por un tomate con sal que era lo que tenía más cerca y me volví a
sentar antes de que ocurriera alguna desgracia. Querido tenía tres platos
llenos de prácticamente todos los alimentos de la pirámide alimenticia y las
niñas se embadurnaban felices los vestidos nuevos con espaguetis. Me comí mi
tomate, me bebí dos botellas de agua por la resaca de las cervezas y esperé
pacientemente a que mi querida familia dejara de engullir como si no hubiera un
mañana. Al fin terminaron y pudimos acercarnos a ver ¡el espestáculo!
Encontramos
sitio de casualidad gracias a mis rayos de visión nocturna y allí que nos
sentamos a tomarnos una copita Querido y yo. Las niñas se sentaban, junto al
resto de los niños, justo delante del escenario, así que los mayores podíamos
imaginar que teníamos una cita romántica y a la vez, sentirnos buenos padres
por no haber dejado a nuestros hijos con una canguro desconocida.
Lo
malo de todo aquello es que el espectáculo consistía en música muy alta y unas
coreografías que no podías dejar de mirar. No les cambié el sitio a las niñas
por el canto de un duro. ¡Qué barbaridad! ¡Qué ritmo! ¡Qué bailes! No digo más
que la primera en terminar de cenar todos los días era yo para ir corriendo a
coger el mejor sitio para ver el espectáculo. Eso sí, con zapatito plano. Hora
y media de bailes y cantes pegadizos, una locura. Pero no acababa ahí; una vez
terminado el espectáculo, los niños venían a por los papás y todos juntos
bailábamos éxitos de siempre como “El pollito pío”, “Paquito el chocolatero” o “Pican
pican los mosquitos”. Bueno, un no parar. Y después de eso, esta vez sí, a la
cama a dormir. Zzzzzzzzzzz.
Pero
aunque resulte difícil de creer por el estrés del primer día, una vez cogimos
el truco a los horarios y a las zonas más tranquilas, nuestras vacaciones transcurrieron entre ratos
en la piscina, alguna excursión a la playa, platos y platos de comida en el
buffet, coger sitio para el espectáculo, ver felices a las herederas, estar
relajados los dos… descansar, al fin y al cabo. No utilicé ni fregué ni una
sartén, ni planché un vestido, ni hice una cama. Me dediqué a lo que de verdad
importa y que importará siempre: mi familia.
Así
que, si me preguntas ahora mismo por mis vacaciones soñadas, te diré, sin temor
a equivocarme que… “yo la conocí en un taxi, de camino al cluuuub”.
Feliz vuelta a la rutina.