lunes, 23 de noviembre de 2015

El sacrificio


Cuando eres madre en la vida, no te queda otra que hacer sacrificios por ellos. Los sacrificios abarcan un amplio abanico de posibilidades de sacrificarse; por ejemplo, un pequeño sacrificio es darle a tus queridas hijitas el último trozo de chocolate que ibas a tomarte tú con el café de la tarde, porque no te va sentar bien comértelo mientras ellas te miran con ojitos amorosos suplicantes o bien porque el coro de llantos ha llegado a un punto insufrible para tus oídos y decides desprenderte del dulce botín antes de que te exploten los tímpanos. Ya sé que si me estás leyendo, señora Supernanny, pensarás que hago muy mal porque cedo a sus caprichos después de montarme el sarao maravillao, pero antes de juzgarme a mí, te recomiendo que estudies el caso de la señora del espetec, que se lo esconde a su familia para comérselo ella y no le da ni a sus hijos que están en edad de crecimiento ni a los abuelos que están en edad de decrecimiento.
Luego están los sacrificios tamaño mediano, como por ejemplo no comprarte unas botas nuevas porque al niño le ha crecido un pie como para quedarse dormido en horizontal, y necesita zapatos nuevos. Tú sacrificas esas botas de cuero que te tienen loca porque no caíste en vendarle los pies de chico como si fuera una geisha y ahora necesita calzado nuevo prácticamente cada mes.
O sacrificar la siesta.
O sacrificar tu dieta por picotearle cada tarde el bocadillo de nocilla.
O sacrificar tus ojos tragándote capítulos de dibujos de niñas/cerditas/hadas repelentes.
Y un largo etcétera.
Luego, para mí, está el sacrificio mayor: llevarlas al campo.
No me gusta el campo, no lo disfruto, no estoy cómoda con la ropa de ir al campo ni con los zapatos de ir al campo. Ya sé si que me estás leyendo, Paula Echevarría, me dirás que tengo que tener un oufit rupestre preparado y que es una buena ocasión para lucir mis New Balance a juego con el coletero, pero antes de juzgarme a mí, te recomiendo que estudies el caso de la señora del espetec, que parece que se va a ir a vivir a una comunidad amish en cuanto se acabe el salchichón que tenía emparedado en la cocina y con un guarda de seguridad vigilándolo.
Pero como a madre coraje no me gana ni Belén Esteban, el sábado pasado, un sábado de esos que te apetece ponerte tacón y arreglarte el pelo para irte de tapitas por Triana, me puse las zapatillas de deporte, compré cuatro kilos de zanahorias, me maquillé discretamente como se maquillaría Paula para ir al campo y me metí en el coche dispuesta a llevar a mis niñas a pisar Naturaleza. Yupi.
Nos levantamos con el canto del gallo, bueno, de la gallina, de la heredera pequeña, vamos. Preparé mi bizcocho genovés relleno de salmón y gorgonzola y mi pastel de zanahorias para mimetizarnos con la población animal sin perder (del todo) el glamour. Vestí a las niñas con un modelo inspirado en Dora la exploradora porque nunca sé que ponerles en estos casos. El caso es que empezaron a hablar como si viviésemos en Miami y a andar de perfil con la cabeza de frente, así que tuve que cambiarles de modelo campero. Luego me metí un momento en el Instagrán de Paloma Cuevas que siempre va muy mona (además compartimos funda del Bugaboo y eso une mucho) y elegí para mí algo muy parecido a lo que ella llevaba puesto para ir a tirar la basura un día que Enrique tenía corrida y se fue sin tirarla antes.
Querido decidió vestirse solo  cuando me vio acercarme con el tablero del Pinterest de Marichalar.
Por fin, media hora después de la indicada, nos unimos a la pandilla para iniciar el viaje hacia la reserva de animalitos del bosque.
Qué bonito todo, qué solazo, que temperatura más buena, quién lleva las cervezas en el coche que necesito anestesiarme, la niña que tiene pipí, pues ponla en un árbol que estamos en el campo, pues ponla tú que ese emú me mira raro, pues dale una zanahoria, pues ni muerta me acerco a una zanahoria de distancia, pues mira que eres pija, pues mira que eres rústico, pues te has bebido tres cervezas y ya estás tardando en mearte, pues mira que eres bruto que se dice hacer pipí,  mami que no aguanto, pues aguanta un poquito, que no aguanto, aguanta un poquito, que no he aguantado, pues ahora pone papá el coche al sol y se seca en un momento, pues va a oler a pergañeta el coche, pues qué más da si llevo oliendo a caca de cebra desde que has bajado la ventanilla del coche para que meta la cabeza el dromedario, que no es un dromedario, pues el camello, que no es un camello, pues lo que sea el bicho ese hombre ya, es una llama, cari, como la de yo y mi llama, pues llama se llama, nos vamos a la clínica dental a a a. Todo precioso.
— ¿Mamá cuándo vemos los tigres con luces?
— ¿Con luces? No, mi vida, eso es en China cuando celebran el Año Nuevo. Y es un dragón, no un tigre.
— Que no mamaaaaaaaaaaaaaaaá, que hay tigres con luces, nos lo dijo papá anoche.
— Querido, podrías explicarle a las niñas que los tigres tienen rayas, mala leche, hambre y un millón de dientes afilados pero que no tienen luces?
— Claro que sí, ahora mismo: Hijitas mías, los tigres son unos gatitos muy grandes que no tienen luces.
— Pero papaaaaaaá ¡Dijiste que íbamos a ver a los tigres con bengalas!
Y primer sofocón del día. Para que dejara de llorar, le contamos emocionados que nos dirigíamos al espectáculo marino. Sí, Supernanny, para que dejara de llorar, has leído bien. Ya sé, ya sé, mi niña es carne de Hermano Mayor, está cantado.
Así que terminamos el recorrido en coche por la Selva Amazónica y nos fuimos a ver el espectáculo marino. Todos iban felices, cantando canciones de elefantes, de jirafas, de ornitorrincos... Yo iba pensando en las ganas que tenía de sentarme en mi sofá del piel de avestruz, que no tengo pero que ahí está, apuntado junto a mis Manolos y a mi brazalete Cartier, en la lista de "Cosas que comprar cuando se independicen o les dejen de crecer los pies".
— Mami ¿qué le pasa al foco?
— Es una foca, hija. ¿No te lo ha enseñado la seño en el cole? — estoy que lo bordo, Supernanny.
— ¿Y cómo sabes que es una foca, mami? ¿No tiene pito?
— Porque lo digo yo que soy tu madre. Toma, come patatas, anda.
La foca en realidad era un león marino, me lo dijo mi Querido que se había visto veintisiete capítulos de El hombre y la Tierra (y el mar) la noche antes. Él es así, le gusta documentarse antes de hacer cualquier viaje, ya sea el de la luna de miel por el Báltico o el camino hasta el mercadona los sábados por la mañana.  
— ¿Has visto, Cari? Ese edificio de ahí ha sido pionero en Sevilla en cuanto a la instalación de ascensores inteligentes que suben y bajan plantas con solo dar palmadas.
— Uy, pues ahí se monta Farruquito y se lo carga en cinco minutos.
— A veces pienso que eres morena teñida, Cari.
Comimos a la sombra de los pinos y hasta tomamos café porque a alguien que seguro odia el campo tanto como yo, se le ocurrió construir en medio de todo aquel alarde de Naturaleza salvaje, un restaurante con su máquina de expreso y todo. Alargué la sobremesa todo lo que pude pero la tentación de abandonarme en medio de aquel paraje sin parangón era cada vez más fuerte, a juzgar por el poco o nulo caso que me hacían y por las ganas que tenía todo el mundo de ir a ver a las aves rapaces. Yo no tenía ninguna porque imaginaba que la pobre lechuza, nocturna como yo de toda la vida, iba a estar de un humor de perros por tener que hacer monerías para los excursionistas a plena luz del día. Me la imaginaba claramente atacándonos a todos, sobre todo a mí porque igual que los perros huelen el miedo, las lechuzas también. Si no el miedo, seguro que olía el tupper con los filetes de pollo empanado que tenía en el bolso, por si me cruzaba en un descuido con un lobo hambriento o similar. Pero no convencí a nadie y allí que fuimos todos a ver a los pajaritos carroñeros.
El público aplaudía enloquecido ante el vuelo de los hermanos halcones, ante el paseo por entre las piernas de los allí presentes de un buitre leonado, ante la lechuza que se posaba en las cabezas de los niños cuyos padres sacaban fotos satisfechos porque ya tenían imagen para la felicitación navideña de este año. Yo preferí mirar hacia abajo para evitar que alguno de ellos viera comestibles mis ojos o que el señor cuidador tuviera la ocurrencia de ponerme un pájaro en mi pelo. Ahí no, claval. Mi pelo es como el cáliz que buscaba Indiana Jones: sagrado.
Por fin los pajaritos se fueron a dormir y yo vi la luz al final del túnel: ¡Volvíamos a casa! Sentí una emoción por mi cuerpo similar a la que produce el quitarse los tacones después de seis horas de bailar reaguetón. La mismita. 
— Bueno Cari, ha estado bien ¿no?
— Sí Cari, súper bien. Las niñas han disfrutado un montón y yo soy feliz viéndolas felices a ellas.
— ¡Pues hay bonos anuales! ¡Y tienen hasta cabañas para poder quedarte un fin de semana entero! ¿Te imaginas? 
No Querido, no me lo imagino. Soy capaz de hacer el sacrificio de divorciarme antes de tener que venirme aquí a pasar un fin de semana familiar en medio de la selva. Soy capaz incluso de sacrificarme y quedarme ese fin de semana solita en casa mientras las niñas y tú disfrutáis de ese momento padre/ hijas en medio del puñetero campo. Pensándolo bien, soy muy capaz de hacerlo. Al fin y al cabo, desde que te conviertes en madre, has de renunciar a tantas cosas que por una más no me voy a quejar. No se hable más, sacrifico botas este mes también y os venís la semana que viene a estrechar lazos paternofiliales.
            Lo que sea por la familia.