jueves, 9 de octubre de 2014

Las catadoras

Yo soy muy de otoño, de olor a tierra mojada, de rebequita en el bolso por si acaso. Y del momento libros, con la lista del cole en la mano y ansiosa por llegar a casa, abrirlos y leerme esa misma tarde todas las lecturas que abrían cada tema del libro de lengua.
 En aquella época ya quería ser madre solo por poder ser yo la que llevara a mis hijitos de la mano, con sus huskys azules abrochaditos y sus botas de agua todavía brillantes, a la librería de mi barrio a repetir la ceremonia de cada septiembre. Y por supuesto, pediría más rollos de papel de forrar libros, que mi madre siempre se quedaba corta. Aquel olor a plástico, a libretas nuevas, a faber castell del número dos perfectamente afilado. 
— ¡Y este año ya está en quinto!— le diría orgullosa a la dependienta. La misma de todos los años. La misma a la que mi madre le compró los libros de quinto de su primogénita, claro, porque yo, en realidad,  siempre he sido heredera universal de mi hermana, que es un título que se me otorgó al nacer y que me quitó ella en cuanto se dio cuenta.
—¡Uy, en quinto! ¿Y tú que quieres ser de mayor, guapo?— le preguntaría ella a mi niño y solo a mi niño porque lo que quisieran estudiar los demás no le interesaría ni un pelo.
—Yo quiero ser gigoló— diría él orgulloso porque ya le habría salido bigotillo y habría descubierto una cierta y novedosa tendencia a mirar los escotes femeninos.
—Ja, ja, ja, estos niños... Escuchan barbaridades en la tele y luego las repiten como papagayos. Y eso que nosotros no sintonizamos Telecinco— respondería yo con una sonrisa mientras que le tapaba la boca al heredero con mi cartera de Carolina Herrera, con el logo para fuera y el precinto de garantía visible para que no cupiese duda ninguna.
A mí me daban envidia los papás comprando uniformes, zapatos nuevos, paquetes de folios de quinientos. Yo quería ser esa mamá que decide lo que comprar y lo que no en la tienda de ropa, en la carnicería, en el Carrefour. Aquella era una tarea que solía desempeñar mi madre y que además parecía que le gustaba porque no dejaba que nadie se interpusiera en su camino, ni siquiera yo, su ojito derecho, su miniyo. Ella tenía su táctica para no hacerme ni caso cuando le pedía alguno de mis objetos necesarios y vitales como una raqueta de tenis (deporte que nunca he practicado) o una moto para ir al instituto que estaba a cuatro minutos de casa andando. 
—Mamá, necesito urgentemente una plancha para el pelo— rogaba yo, con lágrimas en los ojos para dotar de cierto dramatismo mi súplica.
—Pero hija, si tú tienes el pelo más liso y lacio del espacio sideral— me replicaba ella al segundo.
—Pero mamá ¡todas la tienen!— contestaba yo dándole el mayor motivo de peso imaginable por una mente adolescente.
—¡Ay hija, parece que te ha hecho la boca un fraile!—
Y fin de la discusión. Ahí me había dado. Mi talón de Aquiles. Mi criptonita. Un misterio mayor que las caras de Belmez; que el Santo Sudario; que los jeroglíficos de hombre de perfil/hombre con cabeza de perro de perfil/pajarito/pajarito/serpiente de las pirámides egipcias. Mi madre me contestaba aquello del fraile y ya me tenía entretenida toda la tarde pensando en el señor religioso, en lo que querría decir aquellas palabras encriptadas y con el miedo en el cuerpo por si se presentaba el buen hombre una mañana en mi casa a decirme eso de "Yo...soy...tu paaaaaaadre". Con el tiempo y la maternidad encontré el sentido de aquella frase célebre en mi familia y que se convirtió en respuesta fácil y recurrente cuando yo pedía algo, aunque fuera un poco de agua porque me había añugado con la carne del cocido.
Batallitas aparte, ya digo, soy muy fan del otoño. Mejor dicho: era muy fan del otoño.
Ahora la cosa ha cambiado porque tengo dos hijas expertas catadoras de virus.
La cosa empieza el primer día de cole. Ellas entran en el bendito recinto escolar sanas como manzanas, lustrosas, lozanas. Y al día siguiente ya las tengo a las dos metidas en la cama con cuarenta de fiebre y la producción mundial de mocos saliendo por esas dos naricitas. ¿Cómo lo consiguen? Pues a base de un duro entrenamiento y una compenetración que roza el espectro siamés. Ellas entran, otean el paisaje, una mira hacia la izquierda y la otra hacia la derecha y en el momento en el que una de las dos visualiza al primer virus, ese pobre infeliz que llega al colegio portando una maleta atada con una cuerda, su boina y su gallina vírica debajo del brazo, da la señal de alarma: coge del brazo a la otra parte contratante y ponen cara de Hello Kitty (bueno, la mayor pone cara de Hello Kitty guiñando su ojo y arqueando la ceja correspondiente; la pequeña es más de poner cara de la hija del de Gangan Style, pero su hermana ya lo sabe y no se decojona ríe en su cara oriental). 
Una vez que ambas lo han localizado, acotan un perímetro de seguridad con la cinta de carroceno que le han quitado al padre de la parte de atrás del coche y desalojan el colegio para poder trabajar a lo CSI Los Mocos. Y allá que van a por el indefenso virus que se rinde nada más verlas porque mis niñas son muy monas y muy irresistibles. Ellas lo cogen, lo churrupetean y se lo meten por todas sus mucosas para hacer pruebas de resistencia al pobre virus. Y luego, por si acaso, se lo meten en la boca para podérmelo presentar nada más llegar a casa, en plan ¡Mami, te traemos una sorpresa!. Son un amor, de verdad, no porque sean mías que lo diría igualmente si fueran de la vecina del cuarto o del segundo.
Ya por la noche, después del bibe, ellas cogen sus portátiles de plástico y escriben el informe pertinente según los datos concluyentes de las pruebas empíricas a las que ha sido sometido el puñetero alicuéncano viral. Lo pasan por i(maginario)mail a sus amiguitos y luego a dormir que hay que descansar porque mañana nos esperan fiebres, vómitos y efectos colaterales varios.
El año que viene, cuando vayamos a la dependienta de la librería de mi barrio (que por cierto, debe de ir a la misma esteticién que Ana Blanco porque es igual de imperturbable por el paso del tiempo) y ella les pregunte que qué quieren ser de mayor, mis niñas pondrán sus miradas Hello Chino y dirán:
—Nosotras seremos catadoras— dirán ellas
—¿De vino?— dirá la Ana Blanco librera, asombrada por el precoz interés por el mundo de la enología de mis pequeñas sabelotodo.
—De virus, señora, que es en lo que "lo petamos" nosotras— contestarán mis pequeños angelitos.
Y yo les taparé la boca con mi cartera de Carolina Herrera con su logo para fuera y el precinto de garantía visible para que no quepa duda ninguna.