miércoles, 25 de septiembre de 2013

La venganza

Antes de dar a luz, Claudia se había comprometido a dar una última cena premamá por todo lo alto. Sabía que los días de decidir a qué hora querría levantarse, estaban llegando a su fin y que dentro de unas ocho semanas, sería un calvito sin compasión de ningún tipo, el que decidiría a què hora terminaban los sueños entre algodones de su mamá.
Así que Claudia se pasó dos días enteros preparando su despedida de... libertad.
A las diez de la noche, como habíamos pedido (rogado) las que sí teníamos que acostar a nuestros insomnes vástagos (qué casualidad, mamá quiere salir y los pequeños amotinados tienen sendos palillos en los párpados que les impiden cerrarlos aunque mamá se haya pasado toda la tarde intentando cansarlos a base de paseos por el Ikea), fuimos llegando a la acogedora (a pesar de ser envidiosamente grande) casa de Claudia. Derroche de velas, de vinos, de flores blancas y frescas por toda la casa... derroche de tipazo a pesar de estar de siete meses, de melenón extrasedoso y de felicidad saliéndole hasta por los taconazos, que no sé qué piensa dejar para cuando venga al mundo Roberto, dicho sea de paso sin acritud de ningún tipo y desde el cariño más absoluto.
Nos sentamos en torno a una gran mesa engalanada como si estuviera nevando fuera y estuviéramos en Navidad. No faltó un detalle ni una copa llena. Shusi, sashimi, ensaladas deliciosas, tapenades de seis riquísimos tipos, panes con semillas, sin semillas, de cebolla, sin cebolla, quesos españoles, fanceses e italianos... y de ahí al paraiso: una mesa donde pecar sin remordimientos, donde saciar el mayor de los apetitos tantas veces reprimido, donde olvidarse de que el cuerpo es a menudo cruel y convierte en tormento lo adquirido de la manera más dulce... pasteles y tartas, helados y frutas bañadas en el mejor chocolate que habíamos probado nunca ( en estado de incipiente embriaguez, se entiende); y locas que nos volvimos. No la manteamos con el mantel bordado a mano por la madre, la abuela, la bisabuela y la tatarabuela de Mario, por respeto al pequeño Fellini, como ya le llamábamos cariñosamente.
Casi rodando llegamos a la terraza donde Claudia había instalado una pequeña barra de cockteles para emborrachar agasajar a sus invitadas. Ella era ya una madre que disfrutaba viendo comer a sus hijos la última porción de tarta, el último pedazo del queso que quedaba para su ensalada, el último bollito recién hecho un domingo por la mañana. A Claudia se le había cerrado el grifo pero disfrutaba igual viéndonos beber y reir a nosotras, sus queridas amigas y además, mañana no tendría resaca.
 Comimos, bebimos y disfrutamos como hacía tiempo... pero Claudia puso una única condición: prohibido hablar de hijos. Nada de conversaciones en torno a cigotos, fetos, bebés, niños o adolescentes. De lo anterior al cigoto y del posterior al adolescente podíamos conversar libremente y sin restricciones de ningún tipo... y eso hicimos.
- "Bueno, a ver, quién me recomienda un DIU como método anticonceptivo?- preguntó Marta, madre de cinco hijos con edades comprendidas entre los tres y los diez años.
-" Yo del DIU no me fio, ¿qué quieres que te diga?Mi hermana es hija de DIU, mi sobrina Angustias es hija de DIU y mi vecino Hector Victor es hijo de DIU, como nos confesó su madre en confianza a todo el bloque, el día que la prueba le dio positiva y gritó aquella cantidad de blasfemias por la ventana del patio de luces"- le contestó María, madre de un queridísimo y buscadísimo y uniquísimo hijo.
-"Pues yo prefiero confiar en la Naturaleza, conocer mi cuerpo y saber cuando puedo o no puedo dejarlo actuar"- apuntó Celia, bióloga, madre de tres dulces y rubias trillizas y amante de las familias numerosas de seis o más miembros.
Una a una fuimos  opinando, proponiendo, preguntando... menos Teresa, que escuchaba la conversación entre los sorbos de un Manhattan. Apuró la copa y antes de ir a por la segunda, decidió intervenir.
- "¿Y no habéis probado con el móvil de vuestro marido?"- nos dijo muy seria.
Rápidamente buscamos la nueva apps que (misteriosamente) funcionaba como anticonceptivo y estábamos dispuestas, la mayoría eso sí, a pagar hasta dos euros y medio si hiciera falta para descargar tal adelanto de la Ciencia. Mi Querido no se lo iba a creer. Bueno, ya me imaginaba su cara, como apasionado del cine y las novelas futuristas que es, impresionada y emocionada con el legado de Jobs. 
Las de Apple miraban a las de Android, preguntándose cuál sería el sistema operativo afortunado pero después del segundo Manhattan de Teresa y una media hora de reirse en nuestra cara misma, la amiga del Futuro volvió a hablar.
-"Bueno, creo que tengo que especificar: me refería a que el móvil de mi marido se convierte en anticonceptivo en el momento en el que, queriendo o sin querer, veo las fotos de señoras solas, o de señoras acompañadas de otras señoras, o de señoras contorsionistas que amablemente y sin ánimo de lucro, intercambian sus amigos y conocidos. Y para mí, es mano de santo. Es que lo miro y le veo con veinte años menos, como un adolescente crecidito... y tiene cuarenta y tres."- concluyó.
Esa noche todas menos Violeta, felizmente separada desde hacía tres años, miramos al llegar los móviles de nuestras parejas... y allí estaban, testigos de conversaciones nocturnas y diurnas, al amanecer, al anochecer, tras una recomendación literaria o tras una culinaria... 
Marta, la más afectada del grupo por el descubrimiento mamográfico, propuso darles de su misma medicina y llenarnos los móviles de abdominales definidas, brazos torneados, poses sugerentes... pero llegamos a la conclusión de que lo poco agrada y lo mucho cansa, que igual caerían en la cuenta de que nuestras fotos no eran del Increible Hulk, sino de perfiles asequibles de los que cualquiera de ellos podría presumir de cuidarse mínimamente... aunque lo que realmente nos quitó de la cabeza de la idea de la vengaza de teta por teta y pene por pene, fue algo tan sencillo como el respeto.
-"Pero cari, no tiene nada que ver el respeto. Tú me puedes querer con locura y respetarme pero mandarle a tu amiga una foto del actor que sea. Puedo prometerte que no me enfadaré ni sentiré que sea una falta de respeto"- me informó mi Querido.
-"¿De verdad?"- contesté
-"De verdad"- contestó. 
Lo miré mientras se sentaba en el sillón con esa sonrisilla condescendiente que me altera significativamente, encendía la Play y se terminaba el Neskuik que había dejado la niña al merendar. 
Esa noche no tuve dudas:  tendrían salchichas con ketchup para cenar. 

domingo, 15 de septiembre de 2013

Teatro Infantil: El Reno Renato y Rafael el Elefante



NARRADOR: Cuando sacó el pie de la cama aquella mañana, el Reno Renato decidió que no quería pasar frío nunca más. Donde él vivía hacía tanto frío que se pasaba el día constipado, con muchos mocos en la nariz y todo el día haciendo

RENO: Aaaaaaaaaaachís   Aaaaaaaaaaachís    Aaaaaaaaaaaaachís (Coincidiendo con acordes de violín)

NARRADOR: El Reno Renato  emprendió su camino hacia otro lugar más cálido porque se hartó de estornudar. El Rano Renato andaba y andaba; estornudaba;

RENO: Aaaaaaaaaachís, Aaaaaaaaaaaachís, Aaaaaaaaaaachís (coincidiendo con acordes de violín)

NARRADOR: paraba para comer y cuando encontraba un lugar soleado  y con hierba blandita, se ponía cómodo y se echaba una siesta larga, larga.

Un día, al despertar de su siesta, se encontró con que a su lado dormía un animal extraño. Era muuuuuy grande y tenía una laaaaaarga trompa… y grandes orejas. ¿Sabéis que animal es?

NIÑOS: (¡un elefante!)

NARRADOR: Efectivamente, a su lado dormía un elefante. Al ratito se despertó y nada más ver al Reno Renato, saltó encima de él y le dio un abrazo enorme.
Sorprendido, el Reno Renato le preguntó quién era él.

RENO RENATO: MÚSICA VIOLÍN


ELEFANTE: MÚSICA FLAUTA

El elefante le contestó que se llamaba Rafael y que estaba buscando un lugar en el que hiciera menos calor que donde él vivía, porque se había cansado de sudar con tanto calor.

Así que el Reno Renato y Rafael el Elefante se hicieron amigos y decidieron caminar juntos en busca de un lugar donde estuvieran cómodos los dos.

MÚSICA MIENTRAS CAMINAN             

Y probaron en una playa… pero el  Reno Renato no sabía nadar. Así que Rafael el Elefante se enfadó (FLAUTA ENFADADO) y el Reno Renato se puso triste (VIOLÍN TRISTE)

Y probaron en un parque infantil… pero  Rafael el Elefante no cabía en los columpios y entonces fue él quien se puso triste (FLAUTA TRISTE ) y el Reno Renato el que se enfadó  (VIOLÍN ENFADADO)

Y probaron en un nido de pájaros, en una madriguera de conejos y hasta en un hormiguero precioso que encontraron en mitad de un campo verde y lleno de flores de colores. Pero lo que a uno le gustaba no le gustaba al otro, así que se dieron un gran abrazo y decidieron seguir su camino por separado.

MÚSICA MIENTRAS SE ALEJAN

Pero cuando habían dado unos pocos pasos, se dieron cuenta de que el lugar ideal para vivir… era el lugar donde estuviesen los dos, juntos.

MÚSICA ALEGRE

Así que volvieron a la playa y mientras Rafael el Elefante chapoteaba en el agua y jugaba con su trompa, el Reno Renato hacía castillos en la arena.

Y también volvieron al parque infantil y mientras el Reno Renato se tiraba del tobogán, Rafael el Elefante daba paseos a todos los niños que se acercaban a él.

Y como vieron que ni en el nido, ni en la madriguera ni en el hormiguero cabían ninguno de los dos, se quedaron a vivir en medio de aquel campo verde, lleno de hierba blandita sobre la que dormir y con la que poder preparar ricas comiditas.

Y es que a veces, aunque no nos guste hacer las mismas cosas que a los demás, seguro que podemos encontrar algo que hacer que nos haga felices a todos aunque solo sea por poder hacerlo juntos.


                                                    FIN



Y aquí podéis ver la representación que hizo Rocío (violín) para la inauguración de "El mundo de Mapi".











martes, 10 de septiembre de 2013

Las historias de Manuela.



       HORA DE DORMIR



      A mí no me gusta dormir, esa es la verdad.  Mi mamá dice que ya parecía una mariposa inquieta cuando estaba en su barriga.  Yo sé que lo hacía porque me gustaba hacerla reír y sabía que cuando me notaba nadando dentro de ella, se paraba, tocaba su barriga con las dos manos y sonreía. Yo la notaba feliz y a papá también. Mamá siempre le decía: “-¡Mira cariño, la niña se está moviendo! Pon la mano aquí, ¿la notas…?” Y papá también sonreía. Luego se abrazaban y llegaba a mí un calor tan agradable que me quedaba dormida un ratito… hasta que me despertaba y quería más calor, más sonrisas, más manos sobre mí.
        Después, cuando nací, me di cuenta de que donde mejor se estaba era en el regazo de mamá. Ella me envolvía en una manta calentita y se sentaba en una butaca blanca que se mecía hacia adelante y hacia atrás. Unas veces me cantaba canciones, otras me contaba cuentos y algunas veces me relataba muy bajito todo lo que habíamos estado haciendo en el día. Entonces yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por su voz. La  escuchaba entonar historias que me arrullaban y me llevaban, envuelta en  un manto de pura magia, a bosques sembrados de nubes, a jardines habitados por hadas, a montañas surgidas de besos.
       A mí no me gusta dormir. No me gusta si no escucho antes su voz hablándome bajito, como en susurros.
       Cuando se acerca la hora de dormir, papá juega conmigo mientras me baña. Hacemos helados de espuma y a veces, él hace muchas pompas de jabón. Hay tantas, que parece que esté nevando en el baño. Yo las voy recogiendo en un cubo y me las vierto por encima para que me hagan cosquillas. Luego, ellas desaparecen como por arte de magia.
        Después me siento en mi silla a esperar la cena. Me gusta juntar las manos alrededor de la nariz y respirar el olor del jabón, de las pompas… y entonces me doy cuenta de que me empiezan a pesar los párpados y de que igual mamá tiene razón y estoy una pizquita cansada.
          Y por fin, después de cenar, viene lo mejor de todo: el cuento de los Dulces Sueños. Dice mamá que se lo inventó una noche que ni las canciones, ni los cuentos de siempre lograban ayudarme a dormir. Así que ella empezó a contarme lo que le ocurrió a la Luna Lunera aquella noche en que se le olvidó plantar estrellas.
        Resulta que la Luna Lunera tenía un jardín inmenso en el que plantaba estrellas. Por la noche ella se quedaba despierta para velar por sus pequeñas estrellas, hasta que se hacía de día y llegaba el sol para darles calor y que crecieran hermosas. Así noche tras noche, día tras día, la Luna Lunera y el Sol cuidaban de las estrellas. Cuando se hacían lo suficientemente grandes como para iluminar el cielo entre todas, ellas solitas se iban del jardín dispuestas a cumplir su misión. Pero una noche, la Luna Lunera se quedó dormida y no sembró nuevas estrellas. Cuando llegó el día, el Sol la despertó muy preocupado porque no había ninguna estrella en el jardín a la que dar calor. ¡Pobre Luna Lunera!. Todo el día estuvo llorando porque sabía que esa noche no habría estrellas iluminando el cielo. Pensaba y lloraba, lloraba y pensaba, hasta que de pronto se le ocurrió una idea.
 Llegó temprano al jardín y plantó todas las estrellas. Después, al hacerse de noche, la Luna Lunera abrió mucho la boca y comenzó a aspirar todo el aire que pudo. Y así se empezó a llenar de él, hinchada como un globo blanco y brillante. Aspiró y aspiró hasta que se quedó redonda, inmensa, repleta de luz. Y ella sola iluminó todo el cielo aquella noche. Y era tan bonita aquella luz, que muchos se enamoraron bajo ella. Hubo quienes escribieron los poemas más bellos esa noche y hasta hubo algunos bebés que decidieron nacer en aquel momento para no quedarse sin verla. Tan maravillados estaban todos, que le pidieron a la Luna Lunera que saliera alguna vez a acompañar a sus estrellas. Y por eso, algunas noches, se puede ver en el cielo a la Luna llena.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado
Y mi niña pequeñita, dormidita se ha quedado.

martes, 3 de septiembre de 2013

Manuela





                                          Dedicado a V. 
                                                                  Con todo el cariño; para que pronto esas lágrimas sean de  felicidad por el sueño cumplido.



 Sería capaz de reconocer el olor de mamá en cualquier parte del mundo. Mi madre huele a amor, a comida y a colonia fresquita. Recuerdo que el día que nací, olía sobre todo a amor. Yo ya conocía ese olor porque llevaba nueve meses respirando de él, así que cuando me puso en su pecho nada más salir a aquella luz tan fría, cerré los ojos feliz porque la reconocí enseguida. Era ella; mi mamá.

Si algún día me despistaba en los columpios y dejaba de verla, el viento me traía rápido su olor y me la señalaba con su dedo invisible… “-aquí está tu mamá, pequeña Manuela”,- me decía en un susurro.

Cuando después de cenar me cogía en brazos para contarme el cuento de los Dulces sueños, yo metía la cabeza entre su cuello y su hombro y respiraba a mi mamá hasta quedarme dormida. Mientras, de fondo, la Luna sembraba estrellas en el cielo como todas las noches.

El olor de mi madre cura heridas, seca lágrimas y calla llantos. Es la mejor medicina cuando estoy malita y tengo que quedarme en la cama sin poder salir a jugar. Ella viene, se acuesta a mi lado y me cuenta historias de cuando yo era un bebé. Algunas veces le bajan lágrimas por las mejillas aunque se ría a carcajadas. Yo la miro entonces y siento ganas de abrazarla, de meterme de nuevo bajo su cuello y de decirle lo bien que huele, aunque ese día huela más a sopita porque es lo único que me apetece comer.

Os cuento todo esto del olor de mi mamá porque tengo que pensar en la manera de guardarlo en un bote. Pronto empezaré el colegio de mayores y necesito llevármelo por si me caigo, me pierdo o me pongo a llorar.  

He probado mezclando un poco de sopita y una pizca de colonia, he agitado el bote y después lo he abrazado con todas mis fuerzas, pero no ha funcionado. Después lo he mecido colocándolo entre mi cuello y mi hombro, pero seguía oliendo igual de raro. Luego le he dado muchos besos, le he cantado canciones, contado cuentos, lo he acostado en mi cama y arropado hasta el tapón… pero no funciona. No consigo saber de dónde sale el olor a amor de mamá.

Mañana empiezo el colegio y tengo algo en la barriga que no me deja dormir. Mamá dice que son los nervios por lo nuevo pero yo sé que es porque no he conseguido meter en el bote su olor. Ella me ha contado el cuento de los Dulces sueños y yo me he hecho la dormida para poder respirar todo lo que me quepa en la nariz y que me dure hasta mañana porque, en el fondo, tengo un poco de miedo.

Mamá ha venido a mi cama antes de acostarse y me ha oído sollozar. Se ha sentado a mi lado y me ha abrazado muy fuerte. Luego se ha quitado un pequeño pañuelo que llevaba al cuello y me lo ha dado. “-Toma Manuela, para que lo metas en tu bote” – me ha dicho con un beso en la frente. Yo he agarrado muy fuerte el pañuelo, le he dado un beso de buenas noches y me he dormido completamente feliz.

FIN

domingo, 1 de septiembre de 2013

La despedida

Llega una edad en la vida de una mujer casada y madre de familia, en la que asistir a una despedida de soltera se asemeja al momento en el que le abren las puertas a los toros del toril y sale como alma que lleva el diablo. Y ha de ser antes de que sus retoñas se le agarren a las piernas llorando a moco tendido y le hagan dudar un nanosegundo antes de dedicar un  "Sayonara baby" a su paciente, abnegado y comprensivo esposo del que duda, por su aparente estado de haber sufrido una lobotomía frente a la tele, que se haya enterado de que esta noche ella vaya a salir. Sola. De despedida de soltera.

Me monté en el taxi completamente convencida de que si me viera Darren Star, me fichaba para ser la nueva muy mejor amiga de Carrie  en la séptima temporada de Sexo en Nueva York. Me salía el glomour por los poros; por el vestido de Antonio Pernas que me disimulaba el ancho de caderas y el estrecho de pecho; por las sandalias de Valentino que  me disimulaban mi precaria situación económica y que me había agenciado en Privalia por un cuarto de su valor real; por mi perfume de Chanel que regalaba de muestra la Telva este mes; por el joyerío que me gastaba comprado la tarde antes en el Bijou Brigitte... vamos, que si me cruzara con Paula Echeverría esta noche, me sacaba en su blog fijo.

Con un nudo en el estómago de la emoción contenida y de la regresión a los veinticuatro que estaba sufriendo, le pedí al taxista que me pusiera por favor RadioOlé para ir ambientándome y ver si se me iba el maldito "No te vayas mamá, no me dejes así, adiós mamá, pensaré mucho en ti" que tenía metido en la cabeza desde que salí por la puerta de casa. El "Sueño contigo, que me has dado, sin tu cariño no me habría enamorado" realizó su cometido perfectamente. 

Habíamos quedado en un restaurante muy chic, muy cool y muy caro en el que la futura novia tenía antojo de asistir en su despedida, intuyo que mayormente, porque la novia en estos casos es invitada por las amigas que lo hacen encantadas y sin rechinar los dientes ni nada.

Y allí que nos plantamos las seis: cinco madres de familia y una soltera empedernida que había encontrado al amor de su vida en una gasolinera (Sueño contigo, qué me has dado, sin tu cariño no me habría enamorado) cuando él, caballero andante de noble armadura llamada también Mercedes Benz, acudió raudo en ayuda de la dama marcada con la "L" escarlata en las traseras de su recién estrenado carruaje, sujetándole la manguera con la gallarda valentía del que vive para acudir presto a la llamada de una doncella en apuros. Pero todo el mundo tiene derecho a cambiar y la soltera empedernida empezó a soñar con ramos de peonías y pruebas de vestido y el galán de noche se sorprendió pensando en ella cada vez que intentaba pensar en otra. Así que compró un solitario talla baguette, un Moët &Chandom Rosé y dos cepillos de dientes y se la llevó con los ojos vendados, a su apartamento de Altea. No salieron en tres días, lo que tardó ella en necesitar ir a la peluquería y en llamar a su madre para decirle que era feliz como nunca, que se llamaba Rodrigo y que se casarían en septiembre en su finca de Extremadura. Su madre se hizo una cuenta de Facebook en ese momento para poder contárselo a todo el mundo en en mínimo tiempo posible.

Entramos en el restaurante a cámara lenta, sonriéndonos y haciéndonos la ilusión de que un ventilador gigante nos recibía acariciándonos la melena y dándonos ese halo de divinas divas podridas de pasta. Media docena de camareros de inmaculadas chaquetas blancas nos retiraron las sillas y nos ofrecieron así, nada más llegar, unas copas de champange y dos ostras por cabeza. Felicidad suprema. 

Cenamos lo que le apeteció a la novia que, embriagada de felicidad y de copas de vino, obviaba el precio de los platos y reía a carcajadas cuanto más deconstruído y desnutrido estaba el que había elegido. Así que la embriaguez fue común y bastate rápida, teniendo en cuenta el escaso alimento que teníamos en nuestros estomaguitos. 

Y llegó el momento más temido por todas las novias. Se acercó contoneándose como un gato en celo, le sirvió el chupito de Vodka caramelizado sin quitarle los ojos de encima, se modió el labio y oh, sorpresa! el jóven camarero que nos había estado sirviendo el vino toda la noche era... era un stripper! La novia, con un ojo mirando al centro de mesa y con otro al centro de inteligencia masculina del camarero, mantenía una sonrisa a lo Mona Lisa de lo más inquietante. No sabíamos si quería abrazarnos/le o matarnos/le. Gracias a que estábamos en un reservado, todas nos desmelenamos un puntito y aplaudíamos al unísono los movimientos casi epilépticos del muchacho. Todas menos dos: la novia intrigante y Teresa, la cuñada de la intrigante. Ella también lo miraba, pero a la cara. Le buscaba los ojos, se mantenía en esa posición un rato y bajaba la cabeza farfullando algo entre dientes. De nuevo los ojos... de nuevo los farfullos. Y de pronto, en el mismo momento en el que el epiléctico bailarín iba a deshacerse de su minúsculo (y horrendo, que todo hay que decirlo) taparrabos, Teresa saltó como un resorte.
-"!Tú eres el hijo de Maite Carreras, compañera mía de infantil el año en que nos destinaron a las dos al Entrín Bajo!" - y tal y como lo soltó, se sentó y empezó a tocar las palmas al ritmo de la canción que ya nadie bailaba.
El muchacho se acercó, le puso al día de la vida de su madre, nos dio dos besos a cada una y se fue con los doscientos euros que le dimos entre todas para ayudarle  a pagar el piso de estudiantes este mes.

Intentamos ponernos de nuevo a tono en un pub, bailando a la vez que discutíamos sobre si Matt Boomer tenía que ser o no el Christian Grey cinematográfico pero como llegamos rápido a la conclusión de que sí, nos vinimos abajo recordando de nuevo al hijo de Maite Carreras. Y no por nada, sino porque nos habíamos sentido muy mayores. Bien es cierto que Teresa nos sacaba algunos años al resto pero la única que canturreaba las canciones que pinchaban era la novia. El resto esperábamos que de un momento a otro sonara El Tallarín para deslumbrarlos a todos con nuestra coreografía tantas veces ensayada en casa.

En sabio consenso, decidimos entre todas, que lo que nos apetecía de verdad era sentarnos en una terraza y tomarnos una copa tranquilamente, en una mesita baja donde poder descalzarnos un ratito de los terribles taconazos y hablar sin hacerlo a voces. 

Y eso es lo que hicimos.

Hasta que aquella musiquilla en nuestras cabezas empezó a volverse insoportable... y llamamos a seis taxis para que nos devolvieran a nuestras casas. En el camino de vuelta no pedí cambio de emisora; me regodeé en mis pensamientos sabiendo que dentro de muy poquito, iba a darles el beso de buenas noches que llevaba un rato añorando...  "No te vayas mamá, no me dejes así, adiós mamá, pensaré mucho en ti"